Cuentan
que llegó con sus maletas y se instaló en sus ser.
Conseguida la
ciudadanía de su organismo, se trasladó a un cardíaco edificio
que, si bien era fiel al anuncio del periódico de alquileres con
opción a compra en cuanto a comodidad, sufría de unos temblores
rítmicos muy molestos a la larga para cualquier inquilino.
Cuando
él la vio entrar, pareciole advertir que llevaba un vestido verde, y
la llamó Esperanza.
Esto lo entristeció, puesto que supuso que ella se extendería como
ponzoña por su sangre, tiñéndolo todo de enfermizo color
esmeralda; manteniendo vivos los vestigios de vida que en él aún
quedaban en la cruel empresa de alargar su agonía.
Haciendo
caso omiso a estos temores, ella comenzó a intimar con sus
sanguíneos vecinos –compaginando quizá más con los glóbulos
blancos que con los rojos- y por toda la ciudad corporal se la
conocía. Hubo ciertas neuronas que la miraban con recelo, tomándola
por algún tipo de parásito o bacteria; pero nadie atreviose nunca
a tratar de desterrarla. ¿Qué motivo expondrían? Su comportamiento
era intachable: nunca viósela atentar contra el mobiliario urbano.
Por el contrario, era impecable el estado de las vísceras, tuberías
arteriales y compuertas valvulares de su residencia.
Era
dada a las expediciones. Solía pasear por entre bosques de alvéolos,
organizando comidas campestres en alguna costilla. Sabía de memoria
el camino del sendero que ascendía hasta su cerebro; gustaba de
sentarse allí, en algún lugar de su cráneo a admirar aquel
complejo y sublime universo paralelo… Cuando Melancolía llovía y
encharcaba todo aquel recinto, ella huía hacia sus pestañas, y
desde allí, sobre el acantilado de sus párpados, se dejaba arrullar
por el murmullo embravecido de sus iris de tormenta de verano… Esos
días, él decidía llamarla Tristeza.
Mejores
días elegía para esconderse en la escalofriante cueva de su boca y
olvidar incluso todos sus nombres sobre sus labios… Pero sus
predilectas excursiones eran sin duda aquellas que culminaban en la
posada Más allá
de su Ombligo. Esas
noches, él apagaba las estrellas para encenderla a ella y ebrio de
sus ser, la renombraba como Deseo. Mas, tan pronto como el céfiro
aliento ululaba en su boca, ya mojadas las brasas, ya consumida la
hoguera, él volvía a temer quién sabe qué artimañas que ella
podría estar usando… Y entonces, la llamaba Desengaño.
Ella
nunca pretendió herirlo. Día a día soldaba poco a poco las
costuras de sus almas.
Alguna
vez viajó a su oído a susurrarle cuánto lo amaba, qué dolor le
causaba que pese a no pretenderlo, no lograse que él dejara de
llamarla por mil nombres que no eran el suyo, de dar por hecho
agravios que ella no llevaría a cabo. Pero nubes de sombras
envolvían sus sentidos, y la voz de ella se perdía como el eco
sordo de sus pasos de vuelta…
El
aspecto de la comarca vital –tras mucho tiempo-, era
incuestionablemente inmejorable. El ambiente entre la población era
filial y cálido. Nunca más hubo disputas, ni atascos en las venas,
ni largas colas en el hígado. Y él podía notarlo… Sin embargo,
tronaba la Nostalgia allá entre sus galaxias cerebrales, y abríanse
las ventanas con furia, dejando escapar hirientes recuerdos que
martilleaban aquel oscuro e insoldable mundo, confundiéndolo y
haciendo que la llamase Quimera…
Se
dice que –años después-, la sequía tomó su estado. Y ninguna
sombra de Memoria condensada humedecía y enturbiaba los cielos. Y él
pudo mirar al Sol. Pero aquella maravillosa ciudad, tanto tiempo en
auge, había sucumbido a la vejez. Ella había enraizado en aquel
loft acogedor y con temblores de tierra y allí se había aovillado
tiempo ha.
Él
quiso abrir los ojos entonces, y comprobó, que ella no solo no había
destruido y abandonado a la desolación su ciudad, sino que, por
mucho que la falta de fe la hubo golpeado, se mantuvo fiel hasta el
ocaso de aquel imperio. ¡Y él al fin la reconoció! Temblorosos sus
labios, la llamaron Entrega… Y ella sonrío.
En
ese instante, todos los habitantes cesaron en sus quehaceres a un
tiempo. La otrora majestuosa ciudad corporal había sido conquistada
por otra dama… Nadie dudó en llamarla Muerte.
Pero
Entrega era leal, orgullosa, terca y guerrera. Y aseguró con cadenas
sus raíces, se declaró okupa del que había sido su hogar tanto
tiempo, y aunque Muerte sometió hasta el último rincón de aquel
condado, jamás logró desterrarla a ella.
Cuentan
que llegó con sus maletas y se instaló en su ser. Duerme en su
aurícula derecha y usa su piel a modo de sábanas…

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