jueves, 30 de mayo de 2013

A cada cosa por su nombre.

Cuentan que llegó con sus maletas y se instaló en sus ser.



Conseguida la ciudadanía de su organismo, se trasladó a un cardíaco edificio que, si bien era fiel al anuncio del periódico de alquileres con opción a compra en cuanto a comodidad, sufría de unos temblores rítmicos muy molestos a la larga para cualquier inquilino.

Cuando él la vio entrar, pareciole advertir que llevaba un vestido verde, y la llamó Esperanza. Esto lo entristeció, puesto que supuso que ella se extendería como ponzoña por su sangre, tiñéndolo todo de enfermizo color esmeralda; manteniendo vivos los vestigios de vida que en él aún quedaban en la cruel empresa de alargar su agonía.

Haciendo caso omiso a estos temores, ella comenzó a intimar con sus sanguíneos vecinos –compaginando quizá más con los glóbulos blancos que con los rojos- y por toda la ciudad corporal se la conocía. Hubo ciertas neuronas que la miraban con recelo, tomándola por algún tipo de parásito o bacteria; pero nadie atreviose nunca a tratar de desterrarla. ¿Qué motivo expondrían? Su comportamiento era intachable: nunca viósela atentar contra el mobiliario urbano. Por el contrario, era impecable el estado de las vísceras, tuberías arteriales y compuertas valvulares de su residencia.

Era dada a las expediciones. Solía pasear por entre bosques de alvéolos, organizando comidas campestres en alguna costilla. Sabía de memoria el camino del sendero que ascendía hasta su cerebro; gustaba de sentarse allí, en algún lugar de su cráneo a admirar aquel complejo y sublime universo paralelo… Cuando Melancolía llovía y encharcaba todo aquel recinto, ella huía hacia sus pestañas, y desde allí, sobre el acantilado de sus párpados, se dejaba arrullar por el murmullo embravecido de sus iris de tormenta de verano… Esos días, él decidía llamarla Tristeza.

Mejores días elegía para esconderse en la escalofriante cueva de su boca y olvidar incluso todos sus nombres sobre sus labios… Pero sus predilectas excursiones eran sin duda aquellas que culminaban en la posada Más allá de su Ombligo. Esas noches, él apagaba las estrellas para encenderla a ella y ebrio de sus ser, la renombraba como Deseo. Mas, tan pronto como el céfiro aliento ululaba en su boca, ya mojadas las brasas, ya consumida la hoguera, él volvía a temer quién sabe qué artimañas que ella podría estar usando… Y entonces, la llamaba Desengaño.

Ella nunca pretendió herirlo. Día a día soldaba poco a poco las costuras de sus almas.

Alguna vez viajó a su oído a susurrarle cuánto lo amaba, qué dolor le causaba que pese a no pretenderlo, no lograse que él dejara de llamarla por mil nombres que no eran el suyo, de dar por hecho agravios que ella no llevaría a cabo. Pero nubes de sombras envolvían sus sentidos, y la voz de ella se perdía como el eco sordo de sus pasos de vuelta…

El aspecto de la comarca vital –tras mucho tiempo-, era incuestionablemente inmejorable. El ambiente entre la población era filial y cálido. Nunca más hubo disputas, ni atascos en las venas, ni largas colas en el hígado. Y él podía notarlo… Sin embargo, tronaba la Nostalgia allá entre sus galaxias cerebrales, y abríanse las ventanas con furia, dejando escapar hirientes recuerdos que martilleaban aquel oscuro e insoldable mundo, confundiéndolo y haciendo que la llamase Quimera…

Se dice que –años después-, la sequía tomó su estado. Y ninguna sombra de Memoria condensada humedecía y enturbiaba los cielos. Y él pudo mirar al Sol. Pero aquella maravillosa ciudad, tanto tiempo en auge, había sucumbido a la vejez. Ella había enraizado en aquel loft acogedor y con temblores de tierra y allí se había aovillado tiempo ha.

Él quiso abrir los ojos entonces, y comprobó, que ella no solo no había destruido y abandonado a la desolación su ciudad, sino que, por mucho que la falta de fe la hubo golpeado, se mantuvo fiel hasta el ocaso de aquel imperio. ¡Y él al fin la reconoció! Temblorosos sus labios, la llamaron Entrega… Y ella sonrío.

En ese instante, todos los habitantes cesaron en sus quehaceres a un tiempo. La otrora majestuosa ciudad corporal había sido conquistada por otra dama… Nadie dudó en llamarla Muerte.

Pero Entrega era leal, orgullosa, terca y guerrera. Y aseguró con cadenas sus raíces, se declaró okupa del que había sido su hogar tanto tiempo, y aunque Muerte sometió hasta el último rincón de aquel condado, jamás logró desterrarla a ella.

Cuentan que llegó con sus maletas y se instaló en su ser. Duerme en su aurícula derecha y usa su piel a modo de sábanas…








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