Enséñame a volar

Hay personas que son insignificantes hormigas que, sin embargo, dejan su rastro sobre la arena de tu camino. Personas que nos alegran el día, que no significan nada, pero lo significan todo. Personas, en fin, que hacen de la monotonía una sonrisa. Esta historia es para esas personas.


El príncipe de París

Cuando Alba conoció a aquel joven extranjero, no tenía ni idea de cuánto se iban a unir en el futuro. Se llevaron hablando por redes sociales muchísimo tiempo, intentando verse sin conseguirlo ninguno de los dos. Hasta que ella le pidió un disco que sólo se vendía en París. Él aceptó traérselo.
Recuerdo perfectamente el día que la acompañé a recogerlo, su nerviosismo, sus ganas de verlo. Casi le da un infarto de lo nerviosa que estaba.
Cuando llegamos a aquel restaurante de comida rápida y subimos las escaleras poco a poco, allí estaba, en la primera mesa, hablando por teléfono en su idioma natal y comiendo entre palabra y palabra. Nos miró de reojo y ocultó una sonrisa floreciente. Yo sonreí; Alba también.
Nos quedamos de pie hasta que nos invitó a sentarnos, colgó y le tendió el disco a mi amiga. Yo lo observé a él, no al disco, como debiera haber hecho.
Se pusieron a hablar, incluyéndome en la conversación de vez en cuando, aunque mi única misión consistía en analizarlo y descubrir exactamente qué sentía. Pude comprobar que estaba casi más nervioso que Alba, que ocultaba con su puño la boca para ocultarle a ella su interior. Pero no había reparado en mí.
Mientras ella hablaba y le decía que debía ir a aquel casting que tenía allí, porque era bueno en su trabajo -el baile- y debía empezar a creérselo de una vez, vislumbré en los ojos de aquel Príncipe parisino un brillo singular de lágrimas no derramadas. Casi se me escapa una sonrisa.
-Pero no me cogerán para hacer el papel principal-dijo él-. Ya se lo han dado a una chica.
-Bueno-respondió Alba despreocupadamente-, siempre podemos matarla.
Era una vieja broma que solíamos gastarnos mutuamente, y ella con él también. Él soltó una carcajada.
-¡Claro!-exclamó-¡Podemos envenenarla!
Echamos los tres a reír, pero él suspiró. No era tan buen bailarín como ella decía, dijo. Ella le discutió. Él le discutió. Ella le discutió. Él le discutió. Yo sonreí. Él me miró y me hizo un gesto falso de exasperación señalándola con la cabeza. Yo me encogí de hombros. No podíamos hacer nada con ella, le dije.
Intentó convencernos de llevarnos a nuestra casa, pero denegamos, y se levantó para irse. Tenía prisa.
Ella le tendió el regalo que no le había podido dar por su cumpleaños, pero que le daba ahora. Era una pulsera, un pequeño Peter Pan y una pulsera. Él agarró el muñequito y lo contempló. Lo apretó en su mano.
-Me ayudará mañana a volar delante de los directores del casting.
Yo me sorprendí de que usara esa palabra. Volar. Pero Alba sólo sonrió.
No sé de dónde saqué el valor para decirle eso a un completo desconocido.
-¿Sabes volar? Enséñame a hacerlo.
Él sonrió. No de forma irónica o de forma divertida. Más bien, sólo alegre y muy pícaro.
-Es muy fácil-respondió-Sólo tienes que desearlo.
Guiñó un ojo y empezó a bajar las escaleras.
Yo me demoré un poco. No sólo me había sorprendido, sino que además lo había hecho muy gratamente.
Lo acompañamos hasta su coche y lo vimos alejarse.
-¿Por qué le has preguntado eso?-inquirió Alba más tarde. Yo me encogí de hombros, sonriente.
No sé porqué lo hice, pero si algo tengo seguro, es que quiero que ese Príncipe de París forme parte de la vida de Alba, porque sólo una persona que responda eso puede ser lo suficientemente bueno para ella.


El hombre del abrigo

Mi nombre es Sophia. Vivo en un pueblo perdido de un país perdido, y cada mañana, como siempre, debo levantarme, desayunar e irme a trabajar. No tengo coche, así que voy andando.
Cada mañana, como siempre, paso por el parque donde hay columpios y espero, entre el sol saliente y la niebla de mañana a mi compañera y amiga. Me apoyo en la pared con la carpeta bajo el brazo y la bandolera cruzada. Si hace frío, con una bufanda alrededor de mi garganta, a la que le gusta caer enferma. Y cada mañana, como siempre, pasa ese hombre de pelo cano y manos grandes, con su abrigo elegante, me mira con sus ojos claros y sonríe. Buenos días. Yo sonrío. Buenos días.
Recuerdo la primera vez que lo vi. Tengo por costumbre saludar a quienes pasan muy cerca de mí, o a quienes están sentados en la puerta, si yo paso por su lado. Soy educada. Ese hombre iba mirando el suelo. y apenas levantó los ojos, pero pensé que me había visto.
-Buenos días.-dije. 
-Buenos días.-respondió, mirando hacia detrás, pues ya había pasado de mí.
Al día siguiente lo volví a encontrar mientras esperaba a mi compañera. Esta vez iba mirando al frente, y sonrió al verme.
-Buenos días, esta vez sí.-dijo. Yo reí.
-Buenos días.
Durante meses, cada mañana, a los pocos minutos de estar yo esperando aparecía ese hombre. Sonreía y saludaba. Buenos días. Y yo sonreía también. Buenos días.
El último día antes de que me dieran las vacaciones durante dos semanas, el hombre se paró y me sonrió, tocándome el brazo antes de seguir.
-Buenos días. ¿Cómo te va?
Yo sonreí, encantada. Ese hombre era maravilloso.
-Bastante bien-respondí-. Me gusta mi trabajo y mañana empiezo mis vacaciones.
Echamos a reír, y nos quedamos los dos callados.
-Me alegro-susurró-. Buenos días.
Y echó a andar.
-¡Espere!-grité, antes de que se fuera. Se volvió con su permanente sonrisa-Hay algo que no he conseguido aún. Me encantaría volar... ¿Podría usted enseñarme?
Lo dije sonriendo. Una broma entre dos personas que eran felices con su vida.
-No puedo-respondió-. Nadie puede. A volar tienes que aprender tú sola.
Y se fue.
Al volver de mis vacaciones esperé verlo de nuevo, pero no fue así. No volví a verlo.
Ayer, esperando a mi compañera, vi que pasaba un coche enorme que iba a doblar la esquina. Dentro, conduciendo, iba él. Era policía. Sonrió a través del cristal y dijo:
-Buenos días.
-Buenos días.-respondí.
Y volví a sonreír.

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